8 de agosto de 2020

Mi primera pandemia en soledad

Aunque muchos se empeñen en desconfiar de ellas, sobre todo cuando lo dicen en voz alta delante de los amigos, existen personas que no solo han decidido libremente vivir en soledad, sino que además son enormemente felices haciéndolo.

Vivir solo/a no supone necesariamente sentir la tristeza de la soledad, sino que podemos vivir cada día rodeados de personas: en nuestros trabajos, en el encuentro con nuestra familia, nuestros amigos, o los mil y un contactos que surgen cada día cuando uno pone un pie en la calle.

Durante el confinamiento

Pero ¿qué sucede cuando el mundo cambia de repente y una pandemia llega a nuestras vidas? ¿Pueden la pandemia y el confinamiento poner a prueba el equilibrio de quienes duermen solos en su casa cada noche?

Algo así ha sucedido a miles de personas durante el pasado confinamiento y los peores meses de la pandemia. Una situación en la que, de un día para otro, ya no fue posible ir al encuentro cotidiano de aquellas personas que nos acompañan durante el día.

¿De qué manera afectan los días largos del confinamiento a estas personas? ¿Cómo han vivido el estado de encierro doméstico y cómo les ha afectado posteriormente?

Mi primera pandemia en soledad

La soledad en la pandemia

Ciertamente, el COVID-19 ha sometido a las personas que viven solas a toda una prueba de vida: vivir el confinamiento en total soledad, ¡todo un examen!

De repente, el confinamiento convertía ese doméstico y agradable silencio en la casa de quienes viven solos, en un silencio ensordecedor, solo roto por las alertas de whatsapp y las de los e-mails entrantes, que en realidad están lejos de sustituir a la compañía de las personas reales.

Atender a todas las personas que quieren contactar con nosotros, contestar sus mensajes, pudo parecer al principio una bonita manera de “seguir en compañía”. Pero al cabo de unos días, cada alerta del móvil se vive como el recordatorio irremisible de que los demás… no están. Y mañana, tampoco.

Mi primera pandemia en soledad

¿Puede una experiencia así afectar a una persona, semana tras semana?

En pocos días, al principio del confinamiento, se nos multiplicaban las ofertas culturales: películas gratis en plataformas de streaming, series de tv, conciertos, vídeos en redes sociales… para sobrellevar la espera y los tiempos muertos.

Incluso los libros pendientes que acumulábamos sobre la mesa nos miraban sospechosamente haciéndonos sentir que era el mejor momento para entregarnos a la lectura.

Todo un empeño exterior por llenarnos de cosas para hacer, pero también la sensación de que el atracón cultural no iba a poner fin a ese silencio constante, y que, entre los capítulos de las series, era necesario a veces meter buenas dosis de planes con los amigos, o encuentros con la familia, o terminaría uno sin saber ni qué día es.

Así, puede que el secreto de permanencia de los aplausos a los sanitarios no fuera solo la solidaridad de los ciudadanos, sino la necesidad de vivir una nueva escena social desde los balcones, con los que romper, siquiera por un rato, la soledad de quienes viven solos.

Algunos salían a la ventana con una copa de vino, otros hacían amigos en los balcones de enfrente a grito pelado, e incluso alguna historia de amor se ha fraguado entre los puntuales aplausos vespertinos.

Mi primera pandemia en soledad

Muchos solitarios hicieron su primera videoconferencia con los amigos desde la soledad de su sofá, sosteniendo el portátil sobre las piernas, sin nadie alrededor… casi a diario.

Sin embargo, tras el mosaico de caras sobre la pantalla, para algunos siempre volvía el silencio doméstico, que por la noche pesaba aún más. Pasa que en la repetición de estos silencios, no deseados tras semanas y semanas de confinamiento, estos se vuelven densos y hacen difícil mantener la esperanza.

Compartir con los demás las experiencias del día a día, sobre todo las más insólitas, también es una forma de “asimilarlas”, interiorizarlas, aceptar que suceden de verdad.

Esto es difícil cuando la mayoría de las conversaciones con aquellos con quienes solíamos aprehender la escena cotidiana, solo se comunican con nosotros telemáticamente.

Nos invade una sensación de irrealidad, “¿Esto está sucediendo de verdad?”.

Nada como interactuar junto con otras personas lidiando con la realidad, para entender su naturaleza, para creérnosla, asumir que es la escena en la que realmente estamos viviendo.

Solos en la pandemia, la realidad parecía otra… una película, una que se veía mirando por la ventana. ¡Los afortunados que tenían una por donde ver la calle!

Los días iguales en la soledad de la pandemia

Frente a quienes han vivido el confinamiento como una extenuante inmersión familiar, los solitarios de residencia han experimentado como nadie esa sensación de que los días se repetían con una precisión extraordinaria.

Nadie que moviera de sitio las cosas, nadie que cocinara algo diferente por mero capricho, nadie que se inventara un juego para pasar los tiempos muertos, etc. Las cosas seguían estando siempre en el mismo lugar, los días terminaban todos de la misma forma, y hasta las visitas al baño se volvían incontables, indiferenciadas, como si no hicieras otra cosa que volver y volver.

Mi primera pandemia en soledad

Aquellos que, además, han sustituido sus días de trabajo en la oficina por el teletrabajo, han visto cómo sus espacios íntimos han sido invadidos por lo laboral, y lo laboral por lo personal, amalgamando y homogeneizando sus escenarios de vida, de los que no podían salir, hasta hacerlos parecer todos lo mismo.

En ocasiones, el “lugar de trabajo” era el mismo que el de las videoconferencias con la familia. La pantalla del ordenador de trabajo era la pantalla de cine para ver una serie de tv; y las mismas sillas servían a todas horas para las mismas cosas, hasta hacernos revivir un “Día de la Marmota” sin final.

Incluso los fines de semana empezaban a parecerse demasiado a los días de diario, enloqueciéndonos por la imposibilidad de desconectar, de escapar a otra escena aunque solo fuera para vivir cualquier otra cosa.

Consecuencias

Ahora que el confinamiento ha terminado, podemos (más o menos) socializar con cuidado y retomar las relaciones que nos aportan salud mental.

Sin embargo, todo lo vivido ha dejado secuelas.

Cada persona termina explotando a su manera: con irritabilidad, desmotivación, miedos y angustias. Muchas veces con síntomas de ansiedad, estados de depresión, fobias varias: a salir a la calle, a relacionarnos, a la enfermedad…

Hemos salido del estado de shock y estamos asimilando todo lo que ha pasado. Es un momento difícil que a veces requiere tratamiento. Para evitar que estos síntomas empeoren o se cronifiquen, es necesario pedir ayuda profesional.