15 de abril de 2020

Pequeños infiernos

“Que me dicen que no me queje, que tengo suerte de estar como estoy, y yo, que ya no puedo más, no me puedo parar de quejar.

Cada día, cuando me voy a dormir, mi último pensamiento es “mañana será otro día, mañana será mejor”. No gritaré, no me enfadaré, aprovecharé el tiempo, escribiré, terminaré las ilustraciones que tengo pendientes y maquetaré el libro que quiero lanzar.

Ya no quiero ser multitask

He de admitirlo. Sí, yo era de esas. De esas que se les hinchaba el pecho (metafóricamente, claro, porque mi pecho es, ha sido y será, salvo que un cirujano lo remedie, más bien pequeño), hablando de la de cosas que era capaz de hacer a la vez. Lo típico, mientras cocinas, friegas; de la que vas al baño, recoges; mientras ves la tele, escribes; les ayudas a hacer los deberes a la vez que pintas; desarrollas un plan de comunicación después de acostarles; y así suma y sigue.

Pero lo de ahora es harina de otro costal (harina, precisamente, con lo demandada que está hoy en día, dejad de hacer pan, hombre ya, que los panaderos también tienen que vivir), demasiado por hacer:

– Preparar el desayuno es casi lo más fácil del día
– Hacer la compra, vale, una vez a la semana, pero ya es una lucha contra la tentación de pasar del brócoli y tirarte en los brazos de las patatas fritas y los donuts
– Pensar la comida y cocinarla
– Deberes, hay que hacer deberes. Cada día, sin excepción. Y no son deberes, hay que explicarlos y repasarlos y corregirlos. No es un “haz los deberes” y se hacen. NO
– Limpiar. La de cantidad de mierda que se acumula, de dónde coño sale el polvo y esas pelusas…
– Lavar la ropa y doblarla, porque yo ya de planchar paso
– Jugar. He sido campeona del Monopoly (del de Dragon Ball, ou yeah!) varias veces y arraso en la Escoba, porque jugar, hay que jugar. Todos los días, sin excepción
– Poner fregaplatos, sacar fregaplatos; poner fregaplatos, sacar fregaplatos…
– Y trabajar. Sí, eso, trabajar, que soy autónoma y aunque alguno que otro haya aprovechado la crisis para darse la espantada, aquí seguimos al pie del cañón.

Bueno, pues eso, que no es moco de pavo.

Pequeños infiernos

Niños a bordo

A mí me podéis decir misa, pero no es lo mismo (ni de lejos) pasarse una cuarentena solo, con tu pareja o con tus gatos a pasarla con niños en casa. Es entretenido, sí. Te mueves casi tanto como ellos, también. Bailas, pues sí. Y hasta cantas. Lo del Tik Tok ese no es para mí, pero si me dejan encerrada un par de meses más, hasta yo terminaré haciendo esa payasada.

A lo que voy es que los niños, al menos en Madrid, llevan sin salir de casa desde el 11 de marzo. Tacatá. Aquí están, juego arriba, juego abajo, risas, llantos, gritos, bailes, más risas, abrazos y besos (porque sí, porque nosotros sí que nos podemos abrazar y besar, total, from lost to the river si algo tiene que pasar, pasará, difícil de evitar). Te diré que los últimos días sí que están más picajosos, cómo para no, hay más peleas, yo grito más, no te voy a mentir, pero no ha habido ni una sola vez en la que hayan pedido salir a la calle. Hubo una conversación inicial:

– Chicos, hay un virus maldito
– No vamos a poder salir de casa. Bueno, no, no vais a poder salir de casa durante un tiempo
– Tenéis que hacer deberes cada día, como si estuvierais en el colegio (quejas)
– No hace falta que os vistáis de gala cada día, pero al menos un día de cada dos hay que ducharse, so marranos (más quejas, qué tendrán los niños con el agua y el jabón)

Y, a partir de ahí, aquí estamos, sin rechistar (ellos, porque yo me quejo, vaya si me quejo, y me río, también me río, hay que reírse más, que sí, que sí), lidiando con ello como podemos, sobre todo ellos, porque los adultos salimos de vez en cuando a lo que antes, en la Edad de Piedra, sería salir a cazar. Que no se quejan, pero se niegan a ponerse ropa normal y se están pasando la cuarentena disfrazados, cada día de una cosa. Que se hacen casas y refugios en cada habitación de la casa y viajan de unos a otros. Que hacer los deberes cada día es una pelea.

Porque yo no soy profesora. El otro día leí un post de una influencer de esas que sientan cátedra cada vez que cagan, en el que decía que ahora querría ver a esos padres demostrando que pueden ser mejores que los profesores de los que antes se quejaban. Aquí me gustaría hacer un inciso, no sólo para tirarle del pelo a la mujerzuela y arrastrarla hasta que se retracte, sino también para decirle que todo sería mucho más fácil y estaríamos en igualdad de circunstancias como para poder compararnos con los profesores si, al menos, no tuviéramos que trabajar, limpiar, cocinar, y etc., etc., etc. Pues eso. No se quejan, pero guerra dan y tú me dirás, claro, son niños, qué esperabas, y yo te diré que te calles la (puta) boca, porque sí, son niños, y yo soy una mujer que necesita su espacio (¡dónde está mi espacio!) no sólo para tocarse la nariz cuando le apetezca, sino también para poder ganar dinero con su trabajo, ese que hace a ratos sueltos o a horas intempestivas, sintiéndose culpable:

– Porque por las mañanas se hacen los deberes, pero también es cuando los clientes llaman y, entonces, no les presto la atención necesaria, dado que no son adolescentes. Culpabilidad.

– Porque por las tardes, después de comer, hemos pactado una película para poder trabajar, pero la imagen de ellos viendo la tele solos me deprime y me angustia a partes iguales. Angustia.

– Porque si trabajo por las noches, tengo ganas de que se duerman lo antes posible, algo difícil de conseguir, dado que no queman la suficiente energía durante el día como para seguir el horario habitual en tiempos de libertad. Frustración.

Y aquí vuelvo a cagarme en todos los perfiles de madres tan perfectas, de amantes siempre dispuestas, de modernos recalcitrantes y de personajes postureantes, tan felices, tan distantes… ¡Idos todos a la mierda! Que ya sé que la mayoría siguen con sus vidas tristes y exhiben en redes su mejor cara, la irreal, la mentirosa, y yo lo sé, pero que no deja de meterme el dedo en el ojo y sentir que no estoy a la altura. Que yo ni hago cup cakes preciosos, ni una tarta diferente al día, como tampoco hago todas las manualidades que dicen que debería, ni hago guerra con almohadas, soy más de zapatilla voladora y con otras intenciones. Tampoco hago yoga ni estoy maquillada en casa, vestida con mis mejores galas. El caso es que mi frustración aumenta cada vez que me conecto. No soy la madre perfecta.

Abrázame, patata frita

Ya está, lo he aceptado: no soy la madre perfecta. Eso sí, pero al menos me queda un terreno: he intentado mantener una alimentación medianamente saludable y no dejarme llevar por mis instintos más básicos de adolescente con granos. Peeeeroooooo… un plato de alubias verdes, una manzana para merendar o una zanahoria en lugar de un bollo pueden hacer estallar la bomba de relojería que son estos niños a los que la sociedad ha silenciado en este confinamiento. Sí, no se quejan, no, pero ahora hay 6 estallidos donde antes había 1 ó ninguno y una simple zanahoria puede desatar la tercera guerra mundial casera varias veces al día.

He de decir que yo también lo he pensado, qué cojones, ven aquí, patatita, ven aquí que te coma, y no vengas sola, querida, porque total, ya hago deporte cada noche, antes de meterme en la cama. Sólo me faltaba esto, rebosarme y frustrarme también por eso. Me niego, caiga el niño que caiga, aquí se come sano, carajo.

Pero es que yo no estoy programada ni acostumbrada a tener que cocinar cada día ni a pensar la comida de cada mañana, tarde y noche. Porque yo, en mi vida real, que no es ésta, o sí, qué lío, abro la nevera y como lo que haya: hoy una ensalada con todo lo que encuentre y un filete a la plancha de segundo, mañana platazo de lentejas y al día siguiente un risotto de boletus con su parmesano por encima, que se te hace la boca agua. El caso es que yo no planifico mi menú semanal (mala madre, otra vez) y ahora me estoy viendo obligada a planificar, incluyendo la variable de los niños en casa. Les gusta el curry, les gustan los boquerones en vinagre, el aguacate y el paté de aceitunas negras, el hummus les pierde casi tanto como las alcachofas a la plancha, pero es que comen por los ojos. No sólo tiene que ser sano y estar rico, también tiene que ser bonito. Estoy agotada.

Creatividad, la de las gallinas

Aquí podría extenderme hasta el infinito de por qué sí y por qué no. Cuando otros sacan de su encierro si mejor canción y escriben sus mejores textos, yo tengo que exprimirme como un limón. Ya no digo hacer fotos, qué tiempos aquellos, tampoco pido terminar mi tercer libro, ahora con telarañas invisibles y metafóricas entre sus líneas… Tan solo pido un poco de creatividad para poder escribir los artículos pendientes, sólo eso. Creatividad, dónde te has ido. Nunca he sido de musas, pero a ver si está ahí el secreto. Necesito una musa, rápido, dónde se consigue eso.

Que no es que no tenga emoción en mi vida, si he tenido de todo:

– Aislamiento total y absoluto

– Cuarentena de las de verdad, de las no bajar ni a por el pan

– Disparo en el ojo con una de esas pistolas que te regalan como juguetes para niños y consiguiente visita al hospital

– Pies con más moratones que un boxeador después de un combate, peor sin razón, y otra visita al hospital

– Mudanza interruptus

– Búsqueda de bragas entre las cajas y demás

Vamos, que en nada me doy a las vídeo llamadas alcohólicas y juego yo también kinitos en la distancia. Mamá, qué te pasa, por qué te ríes por tonterías, mamá pero qué haces con la cabeza en el WC. Y así. Venga, no. Pero, ahora en serio, dónde cojones está mi creatividad, mi facilidad de palabra y mi rapidez mental. Soy una patata hervida sin piel, así soy yo en esta situación.

Mudanza interruptus

Ya que estoy, voy a contarte mi vida. Yo me mudaba, que sí, que sí, mi vida en cajas por última vez. Todo bien organizado, cajas apiladas everywhere, cada una con una etiqueta que ahora, cuando busco mi ropa interior, me parece lenguaje cifrado japonés durante una de las guerras mundiales.

Dónde están los juegos de mesa, en qué caja pusimos los pijamas, y las pinturas, dónde carajo están las pinturas. Yo he desistido de encontrar la mitad de las cosas, me conformo con tener bragas limpias cada día.

En realidad, las cajas es lo más ordenado que hay en mi casa que, no sé en qué momento, se ha convertido en un campo de batalla campal de Lego, Playmobil, muñecas y cartas varias, por no hablar de los aviones de papel, que campan a sus anchas en lugares insospechados, los peluches, que se han convertido en un miembro más de esta familia y las casas improvisadas, tamaño real, en cada habitación. La terraza ha quedado sin colonizar, me he negado, ese es mi refugio de los días soleados, donde me tomo mi Cola Cao mirando al infinito, que sólo alcanza las casas de delante y sus habitantes, mientras disfruto del silencio, por unos minutos, que no dura mucho, pero lo suficiente para este tiempo de pandemia que se ha llevado mi tranquilidad, mi creatividad, mi seguridad laboral y todo lo que consideraba normal.

Diré que sí, que hay gente peor, de cerca lo he vivido, menos mal que ha salido; pero mis pequeños infiernos también son vida, la mía y la de muchas otras familias que teletrabajan o no, que juegan, que ríen, que lloran, bailan o leen, cocinan y hacen deporte en 15 metros cuadrados, comen, discuten, gritan y se perdonan cada día, una o varias veces. Porque cada día, ahora, es como un mes de los de antes, en cuanto a emociones y frustraciones. A calzón quitao, que se dice, te lo cuento mientras por la ventana veo pasear a mucha más gente de la que debería estar”.

Carmina es una escritora colaboradora del Centro, que pone en palabras con cierta dosis de humor, las angustias cotidianas que nos preocupan a todo el mundo.
Las fotografías son suyas.

Artículo escrito por Carmina.